Nuestra información es importante porque es nuestra, ¿pero
qué hacemos realmente para protegerla y cómo cambiará el mundo cuando dicha
información sea el principal producto de intercambio entre compañías y
gobiernos?
Cuando tu despertador suena por la mañana, numerosas
compañías ya han estado recabando tus hábitos y calidad de sueño a través de
apps en tu teléfono móvil; sales a correr y tus tenis hacen check-in
automáticamente cuando alcanzas tu meta calórica del día, actualizando también
tu status en Facebook con el contador de calorías y kilómetros recorridos.
Gracias a que fuiste al trabajo en bicicleta y no en auto, tu compañía de
seguros te abona anualmente un mes de cuotas, y el gobierno te condona 5% de
impuestos para mantenimiento del transporte público.
De la mañana a la noche y aún durante el sueño, numerosos
observadores están interesados en conocer tus hábitos, gustos y prácticas;
algunos “bien intencionados” te ofrecen así productos y servicios cercanos a
tus intereses, pero “bien intencionado” es un concepto difícil de definir, pero
que asumimos implícitamente cada que nos registramos en una nueva aplicación,
es decir, cada vez que abrimos una ventana de nuestro mundo personal para un
observador que en realidad no conocemos.
Si esta visión del futuro suena paranoica o exagerada,
piensen solamente que las compañías aseguradoras, las instituciones gubernamentales
encargadas de recolectar los impuestos e incluso muchos de los empleadores que
buscan referencias de sus candidatos consultan los estados de cuenta bancarios
para saber de nuestros hábitos de consumo e ingresos; esta información se ve
enriquecida por todo lo que voluntariamente compartimos a diario a través de
las redes sociales y apps para móviles, la cual es utilizada por las mismas
instituciones para saber si somos cuentahabientes responsables, nuestros hábitos
sociales y nuestra conducta.
En el futuro no-tan-distante, los individuos serán solamente
su información. No se trata ya de un asunto de la incumbencia de quienes son
usuarios de Facebook, ni siquiera solamente de quienes utilizan computadoras o
Internet: la burocracia gubernamental está tornándose cada vez más hacia lo
digital, con lo que en alguna parte en algún olvidado fichero hay una carpeta
con el nombre de cada uno de nosotros.
Y se está alimentando insaciablemente de información.
Con recientes incidentes como la propuesta de ley SOPA, el
gran público se enfrentó por primera vez con la reflexión sobre lo que los
gobiernos y las empresas privadas pueden hacer con su información personal, así
como con los límites de la privacidad y el intercambio de información.
La piratería, la neutralidad web, las patentes de software y
las leyes de protección a la información personal son aspectos que están
rebasando poco a poco la capacidad de los legisladores para hacer leyes. El
derecho avanza con más lentitud que la tecnología, por lo que es imposible que
los complicados procesos burocráticos (entorpecidos por administraciones
corruptas o coludidas con los voceros de la industria tecnológica, como ocurre
en las industrias farmacéuticas y alimentarias) de los países estén al nivel de
las necesidades de las personas –o al menos que lleguen a tiempo.
Imaginen una televisión que transmita solamente la
programación que nos interesa, y cuya publicidad esté dirigida específicamente
a nosotros. Un mundo donde nuestra información personal sea recolectada sin
nuestra autorización y utilizada para ofrecernos soluciones a la medida podría
ser interesante y hasta práctico para muchos, pero levanta al menos la sospecha
de que la información personal ha pasado a ser una variable estadística y no la
historia individual de una persona concreta.
Nuestros gustos, intereses y hábitos se convierten poco a
poco en números e indicadores, pero todo ha ocurrido a costa nuestra. Siempre
nos han preguntado si estamos de acuerdo con las políticas de privacidad, los
términos de uso o servicio y el contrato de usuario final, todas esas palabras
que no leemos cuando damos “Aceptar” y comenzamos a usar una nueva app.
Como Facebook e Instagram han demostrado, las políticas de
privacidad pueden cambiar discrecionalmente, y si no manifestamos ninguna
inconformidad, nuestra primera firma sigue siendo válida aunque el contrato se
modifique. Es raro que compañías que se hacen grandes gracias a sus usuarios no
sean absorbidas o reestructuradas según estrategias de monetización de información
en el largo plazo. Como si se tratara de magia, nuestra información entra y el
dinero sale, pero nosotros no vemos ese proceso.
No se trata de una teoría de conspiración: nuestra
información es importante porque es nuestra y en realidad si nadie tiene nada
que esconder no debería haber mayor problema en que estuviera disponible,
¿cierto? Como demostró Federico Zannier, la mayoría de nuestros hábitos en
línea son irrelevantes y repetitivos; pero como demostró él mismo, todos y cada
uno de nuestros movimientos pueden ser recabados, almacenados y vendidos. Y si
algo hemos aprendido de eBay y servicios similares es que si hay alguien
interesado en un producto habrá alguien dispuesto a venderlo. Ese producto es
nuestra información.